“Entre estadísticas y promesas, lo que está en juego es la confianza de una generación cansada de esperar.”
Por: Héctor Aguilar C.
El primer año de Claudia Sheinbaum como presidenta de México debería contarse como un triunfo histórico: la primera mujer en llegar a la silla presidencial, el arranque de una nueva generación en el poder y la oportunidad de abrir un capítulo distinto para el país. Eso, en sí mismo, ya fue motivo de esperanza. Millones la vieron como una señal de que era posible cambiar el rumbo.
Sin embargo, al cumplir 12 meses en el cargo, esa esperanza
parece estar en pausa. No desapareció del todo, pero dejó de sentirse en la
piel de la gente. Como si lo que se prometió en campaña hubiera quedado
atrapado en discursos técnicos, cifras que pocos entienden y programas sociales
que, aunque útiles, no alcanzan para darle a las personas la sensación de un
futuro mejor.
El gobierno presume logros: más apoyos, menos homicidios,
más inversión extranjera. Son datos que suenan bien en conferencias de prensa y
en informes, pero que no resuelven lo que la mayoría enfrenta día a día:
salarios que no rinden, empleos precarios, calles donde todavía se camina con
miedo. La brecha entre lo que se anuncia y lo que se vive genera desconfianza.
Y la desconfianza es, en política, la antesala del desencanto.
En su estilo, Sheinbaum ha marcado diferencia con el pasado
inmediato. No se alimenta del choque diario ni del pleito constante; apuesta
por la sobriedad, la técnica, la planeación. Es un respiro para un país
acostumbrado a la confrontación. Pero ese cambio de tono no basta para que la
ciudadanía sienta que su vida está mejorando.
El mayor capital de este gobierno fue la ilusión colectiva.
La idea de que, al fin, México podría caminar hacia la justicia social con paso
firme. Un año después, la ilusión no se ha roto, pero sí se ha desgastado. Como
una batería que se va agotando mientras las promesas de recarga tardan en
llegar.
La presidenta enfrenta ahora su reto más grande: devolverle
a la gente razones para creer. No solo con becas o pensiones —que son
necesarias—, sino con un proyecto que haga soñar a quienes hoy sienten que el
país sigue atascado en los mismos problemas de siempre. Porque sin esperanza,
cualquier gobierno corre el riesgo de volverse rutinario, incluso irrelevante.
México no necesita discursos vacíos ni cifras que flotan en
el aire. Necesita certezas palpables: trabajos dignos, seguridad real,
oportunidades que permitan a los jóvenes pensar en un futuro distinto. Si
Sheinbaum logra conectar sus políticas con esas demandas básicas, la esperanza
podrá renacer.
De lo contrario, quedará la amarga sensación de que el
cambio histórico se quedó solo en eso: en un símbolo. Y un símbolo, por
poderoso que sea, no alcanza para llenar la mesa ni para espantar el miedo en
la calle.
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