El segundo año de la Presidente marca la frontera entre la esperanza y la resignación: el tiempo apremia y la vida cotidiana exige respuestas tangibles
Por: Héctor Aguilar C.
El segundo año arranca con un reloj que corre más rápido de
lo que parece. La paciencia de la gente es limitada, y no porque no confíe en
el proyecto, sino porque la vida diaria no espera. No basta que el gobierno
diga que hay inversión récord si el salario sigue sin alcanzar para pagar
renta, transporte y comida. No alcanza que bajen las cifras de homicidios si la
mitad del país sigue sintiendo miedo al salir de noche.
El riesgo es claro: que el entusiasmo que acompañó la
victoria termine convertido en resignación. Y la resignación es peligrosa,
porque mata cualquier posibilidad de creer en el cambio.
Sheinbaum ha mostrado un estilo distinto al de su antecesor:
menos pleitos, más datos, más calma. Eso le da aire, sobre todo a quienes
estaban cansados del ruido. Pero gobernar no es solo administrar estadísticas:
es darle a la gente razones concretas para pensar que su vida mejora. Esa parte
sigue pendiente.
El segundo año es decisivo. Es el momento de demostrar que
los programas sociales no son solo transferencias, sino escalones hacia algo
más grande: trabajos dignos, oportunidades reales, un país donde la juventud no
sienta que todo está en contra. Es el momento de traducir los logros técnicos
en certezas palpables.
Porque la esperanza, esa que se respiraba el día que
Sheinbaum asumió la presidencia, no se pierde de golpe. Se va apagando poco a
poco, en cada recibo impagable, en cada trayecto inseguro, en cada promesa que
no llega a sentirse.
El reto de este segundo año no es aprobar más reformas ni
dar más conferencias, sino devolverle a la ciudadanía el derecho a soñar sin
miedo. Si eso ocurre, la esperanza renacerá. Si no, quedará la amarga sensación
de que el cambio histórico se quedó a medio camino.
El reloj ya corre, y la esperanza no sabe esperar.
0 comentarios:
Publicar un comentario